jueves, 20 de junio de 2013

Las cigüeñas

Hans Christian Andersen (1805 - 1875)


Sobre el tejado de la casa más apartada de una aldea había un nido de cigüeñas. La cigüeña madre estaba posada en él, junto a sus cuatro polluelos, que asomaban las cabezas con sus piquitos negros, pues no se habían teñido aún de rojo. A poca distancia, sobre el vértice del tejado, permanecía el padre, erguido y tieso; tenía una pata recogida, para que no pudieran decir que el montar la guardia no resultaba fatigoso. Se hubiera dicho que era de palo, tal era su inmovilidad. «Da un gran tono el que mi mujer tenga una centinela junto al nido -pensaba-. Nadie puede saber que soy su marido. Seguramente pensará todo el mundo que me han puesto aquí de vigilante. Eso da mucha distinción». Y siguió de pie sobre una pata.
Abajo, en la calle, jugaba un grupo de chiquillos, y he aquí que, al darse cuenta de la presencia de las cigüeñas, el más atrevido rompió a cantar, acompañado luego por toda la tropa:
Cigüeña, cigüeña, vuélvete a tu tierra
más allá del valle y de la alta sierra.
Tu mujer se está quieta en el nido,
y todos sus polluelos se han dormido.
El primero morirá colgado,
el segundo chamuscado;
al tercero lo derribará el cazador
y el cuarto irá a parar al asador.
-¡Escucha lo que cantan los niños! -exclamaron los polluelos-. Cantan que nos van a colgar y a chamuscar.
-No se preocupen -los tranquilizó la madre-. No les hagan caso, deéjenlos que canten.
Y los rapaces siguieron cantando a coro, mientras con los dedos señalaban a las cigüeñas burlándose; sólo uno de los muchachos, que se llamaba Perico, dijo que no estaba bien burlarse de aquellos animales, y se negó a tomar parte en el juego. Entretanto, la cigüeña madre seguía tranquilizando a sus pequeños:
-No se apuren -les decía-, miren qué tranquilo está su padre, sosteniéndose sobre una pata.
-¡Oh, qué miedo tenemos! -exclamaron los pequeños escondiendo la cabecita en el nido.
Al día siguiente los chiquillos acudieron nuevamente a jugar, y, al ver las cigüeñas, se pusieron a cantar otra vez.
El primero morirá colgado,
el segundo chamuscado.
-¿De veras van a colgarnos y chamuscamos? -preguntaron los polluelos.
-¡No, claro que no! -dijo la madre-. Aprenderán a volar, pues yo les enseñaré; luego nos iremos al prado, a visitar a las ranas. Verán como se inclinan ante nosotras en el agua cantando: «¡coax, coax!»; y nos las zamparemos. ¡Qué bien vamos a pasarlo!
-¿Y después? -preguntaron los pequeños.
-Después nos reuniremos todas las cigüeñas de estos contornos y comenzarán los ejercicios de otoño. Hay que saber volar muy bien para entonces; la cosa tiene gran importancia, pues el que no sepa hacerlo como Dios manda, será muerto a picotazos por el general. Así que es cuestión de aplicaros, en cuanto la instrucción empiece.
-Pero después nos van a ensartar, como decían los chiquillos. Escucha, ya vuelven a cantarlo.
-¡Es a mí a quien deben atender y no a ellos! -les regañól la madre cigüeña-. Cuando se hayan terminado los grandes ejercicios de otoño, emprenderemos el vuelo hacia tierras cálidas, lejos, muy lejos de aquí, cruzando valles y bosques. Iremos a Egipto, donde hay casas triangulares de piedra terminadas en punta, que se alzan hasta las nubes; se llaman pirámides, y son mucho más viejas de lo que una cigüeña puede imaginar. También hay un río, que se sale del cauce y convierte todo el país en un cenagal. Entonces, bajaremos al fango y nos hartaremos de ranas.
-¡Ajá! -exclamaron los polluelos.
-¡Sí, es magnífico! En todo el día no hace uno sino comer; y mientras nos damos allí tan buena vida, en estas tierras no hay una sola hoja en los árboles, y hace tanto frío que hasta las nubes se hielan, se resquebrajan y caen al suelo en pedacitos blancos. Se refería a la nieve, pero no sabía explicarse mejor.
-¿Y también esos chiquillos malos se hielan y rompen a pedazos? -preguntaron los polluelos.
-No, no llegan a romperse, pero poco les falta, y tienen que estarse quietos en el cuarto oscuro; ustedes, en cambio, volarán por aquellas tierras, donde crecen las flores y el sol lo inunda todo.
Transcurrió algún tiempo. Los polluelos habían crecido lo suficiente para poder incorporarse en el nido y dominar con la mirada un buen espacio a su alrededor. Y el padre acudía todas las mañanas provisto de sabrosas ranas, culebrillas y otras golosinas que encontraba. ¡Eran de ver las exhibiciones con que los obsequiaba! Inclinaba la cabeza hacia atrás, hasta la cola, castañeteaba con el pico cual si fuese una carraca y luego les contaba historias, todas acerca del cenagal.
-Bueno, ha llegado el momento de aprender a volar -dijo un buen día la madre, y los cuatro pollitos hubieron de salir al remate del tejado. ¡Cómo se tambaleaban, cómo se esforzaban en mantener el equilibrio con las alas, y cuán a punto estaban de caerse.
-¡Fíjense en mí! -dijo la madre-. Deben poner la cabeza así, y los pies así: ¡Un, dos, Un, dos! Así es como tendrán que comportaros en el mundo.
Y se lanzó a un breve vuelo, mientras los pequeños pegaban un saltito, con bastante torpeza, y ¡bum!, se cayeron, pues les pesaba mucho el cuerpo.
-¡No quiero volar! -protestó uno de los pequeños, encaramándose de nuevo al nido-. ¡Me es igual no ir a las tierras cálidas!
-¿Prefieres helarte aquí cuando llegue el invierno? ¿Estás conforme con que te cojan esos muchachotes y te cuelguen, te chamusquen y te asen? Bien, pues voy a llamarlos.
-¡Oh, no! -suplicó el polluelo, saltando otra vez al tejado, con los demás.
Al tercer día ya volaban un poquitín, con mucha destreza, y, creyéndose capaces de cernerse en el aire y mantenerse en él con las alas inmóviles, se lanzaron al espacio; pero ¡sí, sí...! ¡Pum! empezaron a dar volteretas, y fue cosa de darse prisa a poner de nuevo las alas en movimiento. Y he aquí que otra vez se presentaron los chiquillos en la calle, y otra vez entonaron su canción:
¡Cigüeña, cigüeña, vuélvete a tu tierra!

-¡Bajemos de una volada y saquémosles los ojos! -exclamaron los pollos- ¡No, déjenlos! -replicó la madre-. Fíjense en mí, esto es lo importante: -Uno, dos, tres! Un vuelo hacia la derecha. ¡Uno, dos, tres! Ahora hacia la izquierda, en torno a la chimenea. Muy bien, ya vais aprendiendo; el último aleteo, ha salido tan limpio y preciso, que mañana los permitiré acompañarme al pantano. Allí conocerán varias familias de cigüeñas con sus hijos, todas muy simpáticas; me gustaría que mis pequeños fuesen los más lindos de toda la concurrencia; quisiera poder sentirme orgullosa de ustedes. Eso hace buen efecto y da un gran prestigio.
-¿Y no nos vengaremos de esos rapaces endemoniados? -preguntaron los hijos.
-Deéjenlos gritar cuanto quieran. Ustedes se remontarán hasta las nubes y estarán en el país de las pirámides, mientras ellos pasan frío y no tienen ni una hoja verde, ni una manzana.
-Sí, nos vengaremos -se cuchichearon unos a otros; y reanudaron sus ejercicios de vuelo.
De todos los muchachuelos de la calle, el más empeñado en cantar la canción de burla, y el que había empezado con ella, era precisamente un rapaz muy pequeño, que no contaría más allá de 6 años. Las cigüeñitas, empero, creían que tenía lo menos cien, pues era mucho más corpulento que su madre y su padre. ¡Qué sabían ellas de la edad de los niños y de las personas mayores! Este fue el niño que ellas eligieron como objeto de su venganza, por ser el iniciador de la ofensiva burla y llevar siempre la voz cantante. Las jóvenes cigüeñas estaban realmente indignadas, y cuanto más crecían, menos dispuestas se sentían a sufrirlo. Al fin su madre hubo de prometerles que las dejaría vengarse, pero a condición de que fuese el último día de su permanencia en el país.
-Antes hemos de ver qué tal se portan en las grandes maniobras; si lo hacen mal y el general les traspasa el pecho de un picotazo, entonces los chiquillos habrán tenido razón, en parte al menos. Hemos de verlo, pues.
- ¡Si, ya verás! -dijeron las crías, redoblando su aplicación. Se ejercitaban todos los días, y volaban con tal ligereza y primor, que daba gusto.
Y llegó el otoño. Todas las cigüeñas empezaron a reunirse para emprender juntas el vuelo a las tierras cálidas, mientras en la nuestra reina el invierno. ¡Qué de impresionantes maniobras! Había que volar por encima de bosques y pueblos, para comprobar la capacidad de vuelo, pues era muy largo el viaje que les esperaba. Los pequeños se portaron tan bien, que obtuvieron un «sobresaliente con rana y culebra». Era la nota mejor, y la rana y la culebra podían comérselas; fue un buen bocado.
-¡Ahora, la venganza! -dijeron.
-¡Sí, desde luego! -asintió la madre cigüeña-. Ya he estado yo pensando en la más apropiada. Sé donde se halla el estanque en que yacen todos los niños chiquitines, hasta que las cigüeñas vamos a buscarlos para llevarlos a los padres. Los lindos pequeñuelos duermen allí, soñando cosas tan bellas como nunca mas volverán a soñarlas. Todos los padres suspiran por tener uno de ellos, y todos los niños desean un hermanito o una hermanita. Pues bien, volaremos al estanque y traeremos uno para cada uno de los chiquillos que no cantaron la canción y se portaron bien con las cigüeñas.
-Pero, ¿y el que empezó con la canción, aquel mocoso delgaducho y feo -gritaron los pollos-, qué hacemos con él?
-En el estanque yace un niñito muerto, que murió mientras soñaba. Pues lo llevaremos para él. Tendrá que llorar porque le habremos traído un hermanito muerto; en cambio, a aquel otro muchachito bueno -no lo habrán olvidado, el que dijo que era pecado burlarse de los animales-, a aquél le llevaremos un hermanito y una hermanita, y como el muchacho se llamaba Pedro, todos ustedes se llamarán también Pedro.
Y fue tal como dijo, y todas las crías de las cigüeñas se llamaron Pedro, y todavía siguen llamándose así.
Castillos de arena
Estaban los dos en la orilla del mar, en la arena clara, húmeda, buena para hacer castillos. Y eso estaban haciendo: un castillo de arena.
Más alto, papi, más alto. Ponle también una torre cuadrada en el centro, y un puente levadizo hazle.
Lo que tú quieras... si me ayudas.
El niño está de rodillas en la arena, volviéndose poco a poco más pequeño que su castillo.
Pero yo no sé...
Sí que sabes. A ver, ¿qué es esto?
El niño achica los ojos.
-Un soldadito haciendo guardia en la muralla.
¿Y esto?
Una ventana.
¿Y qué se ve dentro de la ventana?
La princesa del castillo.
El padre sonríe, sacudiéndose la arena de las manos.
¿Ves como sí puedes ayudar?
El castillo es tan lindo que da pena dejarlo. Pero se hace tarde y la comida se enfría. El niño le pide al sol:
Cuídame el castillo.
Y a las olas:
Vigílenlo.
Y a las gaviotas:
Si alguien viene, me avisan.
El sol se fue a iluminar el otro lado del mundo, las gaviotas se perdieron en la oscuridad y las olas subieron y bajaron.
Por la mañana, el castillo no estaba.
¡Alguien lo ha robado!? lloró el niño.
Nadie roba castillos de arena, hijo.
¡Entonces lo pisotearon!
No hay huellas de pies en la arena.
Padre e hijo se miraron. Lentamente en los ojos de uno se encendió una chispita que pasó a los ojos del otro.
¿Tú crees que fueron Los Enemigos?
Sí: los enemigos del castillo, que vinieron durante la noche con sus caballos, sus arqueros y sus catapultas. Seguramente fue el Rey Sargazo, siempre belicoso.
¡Ay, chico, tan lindo que era el castillito! suspiró el niño, y enseguida pidió Hazme otro, ¡pero que sea más grande, más fuerte y más alto! Ponle doble muralla y un foso todo alrededor. Yo buscaré soldados para que hagan guardia de día y de noche.
Trabajaron todo el día juntos en el castillo de arena. Con ramitas, pedazos de plantas marinas y conchas lo reforzaron y habitaron. En lo alto de la torre había otra vez una ventana y en la ventana había una princesa.
¡La princesa Caracola!
La princesa Caracola
bate con peine de nácar
sus cabellos de ola loca.
Toma su espejo de plata
y en él se ve más hermosa
que la sirena de Dacka.
Papi, ¿dónde queda Dacka?
¿La de la geografía o la del cuento?
La... del cuento.
Donde que tú quieras.
El castillo es tan grande y fuerte que no da miedo dejarlo. Así y todo, el niño le encarga a sus viejas amigas las nubes que lo cuiden, y a un cangrejo moro le ruega que ayude cuando los enemigos ataquen, y al cocotero de pencas susurrantes, le pide que avise si hay peligro.
Por la mañana, junto al mar frío, quieto y transparente, la arena parece acabada de traer del taller de Máximo Universo. No hay ni huella del castillo.
¡Otra vez, papi! ¿Tú ves?
Se fue nuestro castillo.
¿Se fue...?
Navegando por esos mares, o volando por esos aires o rodando por esas tierras.
¡Un castillo de arena no flota, no vuela, no rueda!
Grano a grano, sí.
Entonces no es un castillo.
Cuando algo se hace bien, cada grano del algo es como el algo entero.
¡Sí, sí, pero no...!
No llores. Haremos otro.
El tercero fue el mejor. No solo tenía muralla, fosos y torres para defenderlo, también tenía jardines que el niño llenó de maticas costeras y un patio donde, con la cáscara de un coco y un pedazo de coral, armaron un carruaje para la princesa.
La princesa Caracola
dejó su plata y su nácar
para montar, tan dichosa,
un coche sin fausto ni laca.
¿Quién es Fausto? ¿Qué cosa es laca?
Fausto era solo una palabra de lujo y laca una cosa que brilla, pero si quieres, Fausto será el caballo y laca, abreviación de lacayo.
Mientras la princesa canta terminan el castillo de arena. Ha resultado tan fascinante que el niño no quiere irse cuando el día acaba. Y no le pide a nadie que lo vigile porque esta vez va a velar él mismo.
Pero el sueño, su compañero de todas las noches, lo visita y cuando despierta la arena está lisa y limpia, húmeda y blanda, como la arcilla que espera al alfarero.
¿Por qué? solloza el niño?. ¿Por qué...?
Porque tiene que ser; porque es el destino de los castillos de arena? responde el padre.
¡Mentira! "Porque sí" no es una respuesta; tú me lo has dicho millones de veces... Yo quería mi castillo.
El padre sonríe un poco.
¿Cuál?
¿...?
¿Cuál de ellos quieres: el primero, el segundo o el tercero?
...
Si no hubiera desaparecido el primero, no hubiéramos hecho el segundo, ni el último habría podido mejorar al del medio. ¿Te imaginas lo que sucedería si se conservaran todos los castillos de arena que la gente ha hecho? Aquí estarían los que tu abuelo construyó para mí y los que yo hice cuando tú aún no existías. ¿Crees que sobraría espacio para nuevos castillos? En lugar de playa habría una ciudad en miniatura y tú nunca habrías aprendido a construir castillos de arena.
El niño permaneció unos segundos en silencio, y entonces preguntó:
¿Y la princesa Caracola?
Ella puede vivir en un lugar mucho más modesto que un castillo. Le basta con una cabaña de nácar... como ésta.
El padre le alcanza al hijo un gran caracol blanco, amarillo y rosado como el amanecer, y lo invita a acercárselo al oído.
¿Oyes?
¡La princesa Caracola! ¡Está cantando!... Pero ahora no entiendo su canción.
Porque usa el lenguaje oleaje, que es el idioma del mar. Así es hasta que alguien hace un castillo de arena y ella puede asomarse a la ventana para cantar en el idioma del hombre o el niño que construye.
Papi...
¿Qué?
Vamos a hacer otro castillo.

Joel Franz Rosell
Tomado de Los cuentos del mago y el mago del cuento.
Ediciones de la Torre, 1995


Las botas de la oveja Motita
La oveja Motita quería botas de goma para salir a caminar sin mojarse las patas los días de lluvia.
Fue a comprar unas lindas botas pero el Sr. Timoteo, el zapatero, le dijo que solo podía venderle botas para dos pies!
Motita la oveja dijo:
-Es una pena, yo tengo cuatro patas y necesito una bota para cada una...
El Sr. Timoteo le respondió:
-Lo siento, aquí vendemos botas para los pastores y ellos solo tienen dos pies...
Motita habló con su amigo El Sr. Ciempiés, él también se entusiasmo con la idea!!!
-Yo también quiero botas para los días de lluvia, dijo el Sr. Ciempiés, pero será mucho mas difícil conseguir botas para mi.
Sus amigas las hormigas, que son muy inteligentes dijeron:
-Nosotras vamos a ayudarlos, juntaremos hojas secas de los árboles y con eso les fabricaremos botas para la lluvia.
Las hormigas trabajaron mucho, juntando y juntando hojas y antes de terminar el invierno la Oveja Motita y el Sr. Ciempiés tenían listas botas para salir a jugar!

¿ y tú, amigo, has visto alguna vez un Ciempiés?
......

Ariel y la lluviaRosita Escalada Salvo


El niño la miraba desde hacía rato. Con un poco de dudas, pero también con ganas.
Subido a su sillita regalo del padrino , a través de los vidrios la veía acercarse.
Se conocían desde hacía algunos años, pero, en realidad nunca habían conversado.
Ella también lo miraba y, en un momento dado, le hizo señas.
El dijo que no, con la cabecita enrulada.
Ella giró sobre sí misma, acampanado su vestido de cristal y seda.
_ ¡Vení! ¡Vení a jugar conmigo! Te vas a divertir enormemente. ¡Nos vamos a divertir!
Mi mamá no quiere. No me da permiso.
Tu mamá también fue chica. Yo la conocí hace mucho tiempo y ¿sabés una cosa?, ella jugaba conmigo.
Entonces esperáme que enseguida bajo.
Y comenzaron a jugar:
a la ronda'
a las escondidas,
al tejo,
¡hasta a las bolitas! Unas bolitas blancas, hermosísimas, que ella misma fabricó.
Y conversaron como viejos amigos.
¿De qué hablaron? Ah, no sé. Yo no soy indiscreta.
Seguramente él le contó sus cosas. Del papá que no conoce. De un hermanito que quisiera tener y que no se anima a pedirle a su mamá. De la señorita del 5' piso que lo cuida mientras su mami trabaja.
De un barco que vio en la vidriera y con el cual se iría a buscar la sonrisa que su mamita perdió...
Ella le dice que lo llevaría con gusto, que conoce tantos lugares...
Tan entretenidos están que no se dan cuenta de la llegada de la señorita del 5`piso.
¡Pero Ariel! ¡Estás loco! ¿Cómo se te ocurrió salir con semejante tiempo? Estás empapado. ¡Te vas a pescar una pulmonía! ¿Y qué le digo a tu mamá ahora?
Para peor, Ariel corre, resbala, se cae y se embarra.
¡Y con las botas nuevas! ¡Qué barbaridad! se horroriza la señorita del Y.
La lluvia, asustada, comienza a retirarse, pero alcanza a gritarle:
¡No importa, Ariel! Decile a tu mamá que yo tuve la culpa.
Y desapareció detrás de una nube gordota y oscura.
Y ASí ACABA, COMO VES
LA TRAVESURA DE ARIEL